sábado, noviembre 22, 2003

La Nueva España. Cultura (www.lne.es)

El ex preso del Festival de Gijón

PEPE COLUBI

El cine negro clásico de Hollywood (variante «carcelaria») creó un personaje arquetípico que dio lugar a buenas películas y mejores protagonistas: presos orgullosos, temerarios, ajenos al dolor físico, insobornables en su peculiar ética de penitenciaría y siempre enfrentados a un alcaide intransigente, cruel e inmisericorde. La educación de un ladrón, autobiografía del novelista, guionista y ex delincuente Edward Bunker, nos recuerda que esos personajes se basaban en códigos de conducta reales; los directores de prisión sin remordimientos, los guardianes cabrones, los presos violentos, las armas blancas de fabricación casera y las guerras raciales existían en los penales en los que se inspiraban los guionistas. Hasta los finales felices que algunos estudios imponían en sus producciones eran posibles en el mundo real. Bunker es el ejemplo.

Arranca el autor su propia historia con una licencia literaria al afirmar que fue concebido «en el preciso momento del terremoto» que estremeció California en marzo de 1933 (las cuentas encajan: nació en la Nochevieja de ese año). En el segundo párrafo ya describe sus primeros «delitos», que culminaría escapándose ¡con 5 años! del primer internado al que lo enviaron sus padres. A partir de ahí Bunker relata fríamente la facilidad con la que viola todas las actividades que la ley del Estado de California consideraba ilegales. Su primer «negocio a lo grande» fue el robo de una caja de puros con cupones de gasolina en la época de racionamiento; sacó 40 dólares de los de 1943.

Descarnado, directo o conciso parecen adjetivos inventados para describir su estilo (más seco que un Martini) o su intención (menos moralina que un teletubbie), muy al modo de un John Fante del nuevo siglo. Apenas asoma la autorreflexión («desde luego que hacía cosas que parecían de locos»), no hay un porqué pues casi no existen preguntas o dudas; la comodidad tiraba de él en la calle (tras su primera jornada de trabajo duro y legal cargando un camión, se promete no volver) y el instinto le movía a atacar primero para defenderse en la cárcel.

Si gusta de biografías meticulosas, este no es su libro: hay generosidad en el autorretrato (defecto habitual del género), desórdenes cronológicos (flashbacks y anticipos que despistan), extrañas repeticiones (lo que apesta la mierda de cerdo, las señales de los tahúres o el disco Ella Fitzgerald sings Rodgers and Hart) y sospechosas lagunas de memoria (recuerda las consecuencias de un delito más que sus circunstancias). Todo ello le confiere aire de narración oral, de dictado caótico e hipnótico que inquieta al lector en cada nueva aventura (secuencia); el paso de un coche patrulla, la indecisión de un colega en el momento del golpe o la proximidad de los carceleros obligan a apretar fuerte el libro con ambas manos mientras un «a ver en qué lío se mete ahora» ronronea en la cabeza.

No es su único atractivo; por esas maravillosas coincidencias que ocurren en la vida real, Bunker encontró una temporal mano amiga en Louise Wallis, esposa del productor de Casablanca, entre otras muchas películas, y La educación de un ladrón también se convierte en retrato costumbrista de las miserias y glamoures de un Hollywood que ya era máquina aplastante. El millonario W. R. Hearst y su esposa, Marion Davies (a quien conoce fugazmente en su mansión), la cantante Billy Holliday (una de sus actuaciones en el club Jazz City de Hollywood Boulevard mejoró notablemente tras la raya de coca que le pasó la novia de Bunker), Tennessee Williams (borracho en una cena de alto copete) o la activista negra Angela Davis (acusada de proporcionar armas a unos presos amotinados en el tribunal de Marin County) son lujosos secundarios con frase en esta historia.

Y en medio de tanta brutalidad, el preso A-20284 se aferra a los libros para no perder la cordura. Escribir novelas es la terapia, aunque la cura no llega hasta el sexto manuscrito. «Libertad condicional», la primera en ver la luz, contaría con película protagonizada por Dustin Hoffman en 1978. Se acaba la cárcel, los delitos y la mala vida; Bunker se convierte en autor y personaje de culto, se editan sus novelas inéditas, se casa, Tarantino le da un pequeño papel en Reservoir Dogs, tiene un hijo, el Festival de Cine de Gijón le invita como miembro del jurado en 1997. Coincidí con él en una comida con el director Nicholas Winding, la diseñadora Therese Deprez y el coleccionista Jay Schwartz. Edward Bunker fue el que menos habló. Ahora sé que era el que más tenía que contar.


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